—Vamos, viejo, dale —le insistió el hijo mayor, que siempre andaba apurado, tocándole el hombro para volverlo al presente—. Ya está todo cargado en el camión, no queda más nada.
—Vayan saliendo que ya los alcanzo —contestó el viejo no tan viejo, mientras se limpiaba los ojos mojados con la palma de la mano—. Déjenme un ratito nomás, solo quiero despedirme.
—¿Despedirte de qué, viejo, si la casa está vacía? —preguntó el hijo.
—Está vacía de lo que se ve, pero llena de lo que no se ve. No me hagás caso. Andá y decile a tu hermano que vaya encendiendo el motor, que ya salgo.
Y cada rincón fue una celda de memoria. Ahí había nacido y ahí se había criado. Encima de ese piso tembloroso de tablas largas, había estudiado sus horas jóvenes. Esquivando las goteras, enfrentando al frío con olor a kerosén y al tiempo con olor a naftalina. Por ese vidrio rajado de la puerta de la pieza, solía mirar a su madre cómo lavaba la ropa en el piletón, en pleno invierno, con agua fría, en esa luna que era el patiecito de dos por dos, protestando un tango amargo. Sobre aquella esquina, su padre recostaba la bicicleta en la que iba a trabajar todos los días, incluyendo los de lluvia. Le hablaba como si fuera una persona. La cuidaba como si fuera un niño. Un hermano con ruedas, como el hermano muerto que nunca caminó. No podía irse así nomás. En una pared de la pieza grande se quedaba el fantasma del ropero, dibujado con mugre. Y en la opuesta, la mancha del ángel que lo espiaba desde atrás del espejo de la cómoda. Después de todo, la casa lo había designado para ser su último inquilino. Su último habitante. Su último testigo. Se lo debía. A la casa y a él, se lo debía. Los herederos de los dueños muertos, muchos años atrás, habían finalizado el sinuoso trámite sucesorio y ninguno de ellos quiso hacerse cargo de la casa larga. Los jóvenes no quieren casas viejas y ellas no suelen quejarse del desamor. Fueron seducidos por la primera oferta que les hizo una empresa constructora de arquitectos bien trajeados con doble apellido. Extendieron los planos en el piso y diagramaron la derrota, mientras el viejo no tan viejo los miraba, sin decir palabra. La tirarían abajo, escuchó. Iban a levantar en su lugar un suntuoso edificio con Spa, en medio de un Palermo que, sin avergonzarse, se había cambiado hasta el apellido, dejando de ser Viejo para llamarse Soho o quizá Hollywood. Era igual. Ya no importaba. Tenía que despedirse de todos los rincones. Rendirles su homenaje.
Salió al pasillo. A ese pasillo largo atiborrado de recuerdos, que se hacía tan corto cuando corría, escapando de la paliza del padre (o del ataque de asma) que siempre lo alcanzaba con su mano indefectible. Ese pasillo muy largo donde los autitos de carrera se deslizaban veloces, dejando un trazo de plastilina, derrapando para no salirse de la guarda de baldosas que demarcaba la pista. Ese pasillo que terminaba en zaguán o que empezaba en zaguán, con una puerta cancel de la que solo atestiguaban unas bisagras oxidadas. Se asomó a él, con la certeza que únicamente se tiene la última vez. Caminó unos pocos pasos hacia la puerta de calle, vacilante, como un niño que aprende a andar, tratando de absorber las luces, los olores, la humedad, el viento que siempre lo cruzaba, las sombras perennes de las paredes altas, enhiestas con revoque grueso, solemne gris de ausencia de pintura.
Como era sábado, Blanca entró por la puerta de calle, trayendo de regalo un paquetito de Sugus, tan azul como las várices de sus piernas, mientras el tío Juan bajaba del baúl del taxi un cajón de cerveza negra y medio lechón adobado. Al pasar a su lado, Blanca le regaló los caramelos y Juan le puso unos pesos dobladitos en el bolsillo de la camisa. “Para endulzar el camino”, le dijo Blanca. “Por si las moscas”, le dijo Juan.
Al pasar por debajo de la ventanita alta, un aroma a empanada gallega le apretó el corazón. Se trepó con un salto juvenil para asomar la cabeza y espiar, como lo hacía de joven, y la tía Coca lo hizo cómplice del relleno de atún y cebollas rehogadas. El tío Antonio nunca se daría cuenta del hurto cometido. Al flaco no le gustaba comer, le aburría. Cuando se bajó, desgarrando las uñas contra la pared para dejar alguna marca, masticando el último bocado, Flora y don Ismael se lo llevaron por delante al pasar apurados y lo invitaron a que fuera esa noche a ver el partido de Independiente, a comer guiso de mostacholes y a tomar vino Toro de damajuana. Luego, tal vez, si el rojo ganaba, solo si ganaba, le enseñarían a bailar un chamamé tangueadito.
Escuchó una voz que salía del patio de dos por dos que recién había abandonado. La China canturreaba con los dientes apretados aquella canción que decía: “eche mozo más champagne, que todo mi dolor, bebiendo quiero ahogar…”. ¡Champagne!, que siempre era sidra y solo en año nuevo. ¡Dolor! de sabañones reventados restregando la ropa sobre la tabla ondulada.
Tito pasó sin verlo, ensayando una obra de teatro de un autor inglés. Iba con una calavera que había comprado cerca de la Facultad de Medicina. Siempre estudiaba caminando, por eso estaba tan flaco el pobre. Su primo Daniel lo miraba sin decir palabra, comiendo su ración diaria de pebetes con jamón y queso, mientras la Pocha , la madrina enamorada, miraba soltera las telenovelas en blanco y negro, planchando un alto de ropa sobre una mesa acondicionada con frazadas y colchas viejas.
Doña Palmira le curó el mal de ojo para que iniciara el camino sin dolor de cabeza, terminando con las consabidas tres señales de la cruz, la última rematada con un beso fresco de sus propios labios. El hombre que no había nacido regresó para reclamar su fiesta de cumpleaños de la mano de la Ñata, que ya no sufría de ataques de epilepsia. Los ruidos apagaron el asombro.
Al llegar al zaguán, las mayólicas quebradas con dibujos borrosos y un cielo sucio que había dejado de ser raso se le vinieron encima. Lo envolvieron como en una manta tejida a crochet por una abuela sorda. La puerta cancel ausente se cerró detrás de sí y los portones de la calle se cruzaron delante de él, para impedir su paso, dejándolo atrapado en ese espacio sin tiempo. En ese zaguán. Ese zaguán, donde había aprendido los lugares calientes de la mano de la Moniqui y de la Bety.
Ese zaguán, donde el triunvirato constituido con sus dos mejores amigos, decidió que el hombre sin nombre nunca había nacido. Ese zaguán, donde se contaron las historias negras del Pasaje Masón y por donde pasó corriendo Cachito, la mañana que decidió perderse para siempre. Ese zaguán, donde Martita, tal vez, había jugado a las muñecas antes de irse a dormir un sueño lerdo adentro del ropero.
Ese zaguán, donde, en siesta de confesión, le relató a sus amigos los íntimos detalles de su visita al prostíbulo de la mano del Ratón. Ese zaguán, donde se armaba el equipo que le ganó a los basureros con aquel penal definitivo.
Ese zaguán de besos estrujados con la que fue la madre de sus hijos.
Ese mismo zaguán, desde donde mirando hacia atrás, podía ver por última vez aquel pasillo largo diseñado por Moebius, que parecía tan largo que ni diez millones de años luz bastarían para recorrerlo entero.
—¡Viejo! ¡Viejo! ¡Abrí la puerta, por favor! —gritaron sus hijos desde la calle, tratando de forzar las maderas negras que, aunque viejas y desvencijadas, resistían el embate, crujiendo de dolor.
—¡Papá! Ya está bien, tenemos que irnos —gritó el mayor, en tono admonitorio.
—El camión ya se llevó las cosas. Nos tenés que ayudar a acomodarlas en la otra casa… ¡Papá! Abrí por favor. —le rogó el hijo menor.
—¡Che! ¿Se puede saber a quién le están gritando ustedes? —preguntó el viejo no tan viejo, sentado en el cordón de la vereda, pelando una mandarina—. ¿Qué les pasa, se volvieron locos?
—¡Papá! —respondieron sorprendidos, casi al unísono.
—Qué susto nos diste, viejo —se apuró a decirle el hijo mayor—. Pensamos que te había pasado algo… la puerta se cerró con un golpe de viento. No la podíamos abrir y vos, encima, no nos contestabas nada.
—Pero si nosotros no nos movimos ni un segundo de este umbral y no te vimos pasar —dijo el más joven, razonando —… ¿Por dónde saliste?
—Por los recuerdos. Tomen la llave y dejen todo bien cerrado. Así no me alcanzan.
FIN
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